A cincuenta y cinco años de la entrada triunfal del ejército rebelde en La Habana, la revolución cubana persiste en transitar la senda que su pueblo ha elegido como propia. Con problemas diarios y adversidades constantes, con defectos y desviaciones lógicas (que a ciertos caudillos de la izquierda argentina tanto le gusta citar, mientras planifican sus impolutas revoluciones de cartón, sentados en una mesa de café con aire acondicionado), pero también con un innegable costado épico de extraordinario valor, Cuba hoy sigue de pie. Perfectible, polémica y tan inasible como rebelde, no hubo otra experiencia revolucionaria que haya logrado lo que Cuba consiguió. No hay otro ejemplo de transición hacia el socialismo que haya avanzado más lejos que ese pequeño país -a un puñado de millas del imperio más criminal del planeta-; que pueda expandir hoy al mundo un mensaje más acabado de lo que la ética y el internacionalismo representan como esencia vital. Ayer, con misiones militares combatiendo en América del Sur y en África; hoy, a partir de contingentes solidarios de médicos y alfabetizadores, dispersos por los rincones más olvidados del mundo.
Afrenta imperdonable la de ese pueblo, que hoy sigue discutiendo su propio destino, que buscará la forma de defender las conquistas alcanzadas con la misma tenacidad con la que desde hace casi veinte años se ha debatido con la soledad, los bloqueos, los errores y los obstáculos a diario. Pequeña y enorme lección para quienes, por estas tierras, han mostrado su incapacidad para dejar de lado mezquindades, sectarismos y ansias electoralistas, y se siguen mostrando tan funcionales, tan inofensivos al sistema que dicen querer derribar.
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