Manuel Belgrano, uno de los más notables economistas argentinos, precursor del periodismo nacional, impulsor de la educación popular, la industria nacional y la justicia social entre otras muchas cosas, ha sido condenado a convertirse en una especie de sastrecillo valiente. La operación es simple. Se trata claramente de un ideólogo de la subversión americana y no conviene que desde la más tierna infancia, los niños aprendan a honrar la memoria de pensadores, innovadores y revolucionarios, portadores, como en este caso, de una coherencia meridiana entre sus dichos y sus hechos.
Las ideas de Belgrano estaban cargadas de profunda sensibilidad social como lo demuestra este informe al consulado: “He visto con dolor, sin salir de esta capital, una infinidad de hombres ociosos en quienes no se ve otra cosa que la miseria y desnudez; una infinidad de familias que sólo deben su subsistencia a la feracidad del país, que está por todas partes denotando la riqueza que encierra, esto es, la abundancia (…) Esos miserables ranchos donde ve uno la multitud de criaturas que llegan a la edad de pubertad sin haber ejercido otra cosa que la ociosidad, deben ser atendidos hasta el último punto”. Pero no se quedaba en la crítica, proponía inmediatamente la solución: “La lana, el algodón, otras infinitas materias primas que tenemos, y podemos tener con nuestra industria, pueden proporcionar mil medios de subsistencia a estas infelices gentes (…)”.
Belgrano fue el primero por estos lares en proponer a fines del siglo XVIII una verdadera Reforma Agraria basada en la expropiación de las tierras baldías para entregarlas a los desposeídos: “Es de necesidad poner los medios para que puedan entrar al orden de sociedad los que ahora casi se avergüenzan de presentarse a sus conciudadanos por su desnudez y miseria, y esto lo hemos de conseguir si se le dan propiedades (…) que se podría obligar a la venta de los terrenos, que no se cultivan, al menos en una mitad, si en un tiempo dado no se hacían las plantaciones por los propietarios; y mucho más se les debería obligar a los que tienen sus tierras enteramente desocupadas (…)”.
El 1 de septiembre de 1813, “La Gaceta” publicó un artículo que Belgrano había escrito unos años antes y que no pudo pasar la censura del período colonial. Es un documento de un valor extraordinario donde aparece expresada una conciencia política que dejaba atrás a cualquier pensador de su tiempo. Decía don Manuel Belgrano: “Se han elevado entre los hombres dos clases muy distintas; la una dispone de los frutos de la tierra, la otra es llamada solamente a ayudar por su trabajo la reproducción anual de estos frutos y riquezas o a desplegar su industria para ofrecer a los propietarios comodidades y objetos de lujo en cambio de lo que les sobra. (…) Existe una lucha continua entre diversos contratantes: pero como ellos no son de una fuerza igual, los unos se someten invariablemente a las Leyes impuestas por los otros. (…) El imperio de la propiedad es, el que reduce a la mayor parte de los hombres, a lo más estrechamente necesario”. Los ricos de la Argentina, enriquecidos a costa del país y del trabajo de su gente, se enorgullecen en decir que Belgrano murió pobre.
Según sus leyes de la obediencia y el ejemplo, no hay nada mejor para los demás que morir pobre. El desprendimiento, el desinterés y la abnegación son virtudes que nuestras “familias patricias” dicen admirar en los demás pero que no forman parte de su menú de opciones. Ellas por su parte, morirán mucho más ricas de lo que nacieron porque el resto de los argentinos morirá mucho más pobre. Claro que omiten decir que Belgrano nació rico y que invirtió todo su capital económico y humano en la revolución.
No dicen que Belgrano no se resignó a morir pobre y reclamó hasta los últimos días de su vida lo que le correspondía: sus sueldos atrasados, y que se aplicaran a los fines establecidos los 40.000 pesos oro que había donado para la construcción de escuelas y que le fueron robados por los perpetradores de la administración pública. Tampoco nos recuerdan que Belgrano no se cansó de denunciarlos y no ahorró epítetos para con ellos. Los llamó “parásitos”, “inútiles”, “especuladores” y “partidarios de sí mismos” entre otras cosas. Las banderas de Belgrano, la de la honestidad, la coherencia, la humildad llena de dignidad, los siguen denunciando.