El kirchnerismo en su hora más difícil

El kirchnerismo en su hora más difícil

No resulta sencillo anticipar sus movimientos precisamente porque en general carecen de lo previo, de aquello que emerge de un preparar lo que se va a hacer. Como si nunca hubieran podido abandonar el decisionismo que acompañó a Néstor Kirchner en sus primeros años, un decisionismo nacido de las condiciones de total precariedad en las que encontró el país luego de la catástrofe social, política y económica del 2001; condiciones que se forjaron en la larga década menemista, que no sólo transformó la estructura productiva del país sino que también modificó de cuajo la trama misma de la vida cotidiana, al arrasar los modos tradicionales de concebir los imaginarios sociales y culturales.

Esa marca de origen ligada también a ese escaso 22% de los votos con el que llegó al gobierno marcaron fuerte y decisivamente su rumbo y su lógica de construcción política, que se basó, en lo esencial, en priorizar el trabajo del bombero que se mueve en medio de la más absoluta de las urgencias, antes que en ir trazando un rumbo claro que permitiese a quienes buscaron acompañarlo a participar activamente de esta nueva etapa en la historia nacional.

El hiato entre las acciones del gobierno y la consolidación de una construcción política a la altura de las demandas y de los desafíos que fue desplegando el kirchnerismo en el poder señala uno de sus puntos más problemáticos que quedó duramente al descubierto con la derrota electoral del 28 de junio. O en todo caso muestra que la hondura de la crisis de representación ha signado, y lo sigue haciendo, el rumbo de la vida política desde finales de los noventa además de ofrecernos el retrato de un significativo giro en las prácticas y los valores que atraviesan nuestra sociedad.

Que el kirchnerismo constituyó una anomalía es algo que no debe dejarse a un lado al intentar comprender su complejo discurrir; una anomalía que vino a desviar el rumbo que parecía seguir la mayor parte de la sociedad. Aunque ese rumbo no fuese otra cosa que la prolongación de una decadencia que emergía como inexorable pero que se mostraba deudora de la inercia destructiva heredada de esa década en la que algo decisivo, y no en un sentido positivo, conmovió el alma de los argentinos.

Kirchner dio un golpe de timón que dejó a todos sorprendidos, que modificó lo que parecía un destino sellado para abrirse hacia zonas de lo político y de lo económico que parecían clausuradas por la profundidad de una crisis desestructuradora. Inició un duro camino de reparación del que muchos ya no hablan o simplemente han olvidado, pero que constituyó un acto fundamental a la hora de reencaminar a una sociedad fragmentada y brutalizada (no por causa de fenómenos naturales sino por aquellas mismas corporaciones económicas que hoy vuelven a disputar su derecho a determinar la vida de los argentinos, y que, como en otras ocasiones, encuentran en la oposición a sus mejores voceros), gustosa de habitar los bordes del abismo y lista para lanzarse a sus fauces. Pero para lograr ese salvataje tuvo que echar mano de un fuerte decisionismo que, eso es obvio, fue en detrimento de una construcción política capaz de ofrecerse como punto de referencia de eso “extraño” que vino a conmover la inercia decadente de una sociedad desquiciada.

Durante los primeros años, y prácticamente hasta el 2007, los números de la macroeconomía más los obvios cambios en el trabajo, en los salarios y en la vida en general se convirtieron en la mejor garantía que podía ofrecer el kirchnerismo (sus triunfos electorales del 2005 y del 2007 lo expresan con claridad). Pero lo que nunca alcanzó a comprender fue que esos cambios no encontraban un correlato en el ámbito en el que se construyen los núcleos culturales de una sociedad; que casi sin darse cuenta fue siendo víctima de un doble mecanismo: por un lado, su propio encerramiento que prolongaba la lógica decisionista en detrimento de esa ilusión fallida que le dio forma y terminó por desgastar a la transversalidad, y, por el otro lado, el astuto y sistemático aprovechamiento que los núcleos duros del poder económico y mediático comenzaron a hacer de los puntos débiles y hasta opacos de la gestión gubernamental.

El punto álgido de esa embestida fue, no cabe duda, el INDEC; a través de la sistemática horadación de su credibilidad (torpemente reforzada por el gobierno) lo que se logró fue, precisamente, debilitar la escena material de los cambios introducidos por el kirchnerismo en la vida de la gente en nombre de lo que me gustaría llamar el lenguaje de la impostura. Lo que se decía desde el gobierno quedaba sospechado mientras éste carecía de la fuerza política y social para defenderse de esta ofensiva de los sectores conservadores.

kirchnerismo no supo ni pudo comprender la espesura y la complejidad de lo que se estaba poniendo en juego. Creyó que los números que mostraban un crecimiento a lo chino de la economía junto con la evidencia de estar viviendo una etapa infinitamente mejor que la de los años anteriores, alcanzaba para mantener su predominio. Ya los malos resultados entre las clases medias de los grandes centros urbanos en la elección presidencial que vio ganar a Cristina Fernández con casi el 46% de los votos, constituyó, aunque no se lo haya leído de ese modo, una alerta.

El kirchnerismo siguió confiando en su capacidad de producir hechos sin interesarle demasiado explicarlos, sin buscar conquistar el corazón de la mayoría de los argentinos ni, por lo tanto, intentar sostener los reales avances en varias esferas de la vida nacional (derechos humanos, salarios, jubilaciones, defensa del mercado interno y del trabajo, política latinoamericana, etc.) ampliando la base política y abriendo el juego para que se pudiera salir de esa soledad de la que se había partido.

Dicho más crudamente: no se quiso salir de ese decisionismo del origen, porque allí se encuentra una de las marcas que definen la extraña travesía del kirchnerismo. Como si nunca hubiera podido abandonar la matriz santacruceña que lo vio nacer y sobre la que siguió haciendo política, ya no en una provincia muy escasamente habitada sino en el centro neurálgico del país.

Esa marca de origen no resulta menor a la hora de pensar la actual situación. Para no extenderme mucho más y dejar para un próximo artículo algunas otras cuestiones significativas, quisiera terminar de señalar que en la derrota del 28 de junio se jugaron, entre otras muchas cosas, la falta de convicción que mostró el kirchnerismo a la hora de buscar construir una fuerza política de raíz popular, democrática y progresista, capaz de expresar lo que estaba aconteciendo, así como el privilegiar la supuestamente segura estructura del PJ para seguir ganando elecciones.

En la difícil hora por la que estamos atravesando se tratará de ver si todavía está a tiempo de modificar su anquilosamiento, si puede recuperar la energía con la que desplegó uno de los momentos más significativos, en el sentido de los intereses populares, que recuerda la historia contemporánea del país. Del otro lado, estimado lector, lo que aparece no es otra cosa que la restauración conservadora.